A todo virtuoso de la prosa le llega el momento de publicar su primera gran novela. Patricia Esteban Erlés es virtuosa porque pone toda su alma en lo que escribe. Allí donde hay autenticidad y compromiso con lo que se hace, se acaba notando. Si le sumamos la soltura, emotividad y profundidad de esta escritora aragonesa, obtenemos las mimbres de una gran autora.
Lo demás siempre viene de corrido. Otros libros anteriores de relatos y cuentos de esta misma autora ya serían suficiente justificación para esa calificación de la virtud de escribir bien. Su paso a la novela no podía ser menos.
Las madres negras se descubre como una novela trabajada, repleta de sensaciones nacidas de lo más hondo, de la niña interior que solloza o rie según la ocasión, tamizadas desde la perspectiva del miserable descubrimiento de la madurez y adornadas con ese control de tempos e impresiones que el dominio del lenguaje acaba colmando. Un dominio del lenguaje que en el caso de Patricia se extiende a ese feliz encuentro de la escritora virtuosa con la imagen más trascendente y poética, con la metáfora más oportuna, con el símbolo perfecto…
Mida, protagonista de la novela, es una niña en un orfanato de monjas. Comparte con las otras internas plaza por abandono o por epitafio. Unas niñas tratan de hacer piña y otras parece que solo quieren desperdigar el odio de sus circunstancias. Una vaga sensación de resiliencia parece acompañar por momentos a las niñas, capaces todavía de reponerse de la fatalidad pese a transitar en una edad al borde del abismo.
Nuestra Mida descubre un buen día que Dios no existe. Él mismo se lo ha confesado a la luz del ominoso mundo de aquel convento con vocación de orfanato. Un lugar donde las monjas se entregan al infierno del castigo como único camino hacia el cielo de su salvación.
Priscia es la monja que rige, con mano dura, sobre los designios terrenales de ese convento de Santa Vela. Para ella el descubrimiento de Mida supone una de las mayores transgresiones que ha vivido en su vida.
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