Los 3 mejores libros del fascinante Max Frisch

Empecemos con las odiosas comparaciones. Dos escritores en alemán de transcendencia mundial. Dos autores del siglo XX en el cogollo de la Europa más convulsa de la era moderna.

Thomas Mann se tragó dos guerras y sendas derrotas de su patria alemana. Max Frisch, suizo (por tanto, más neutro per se) «solo» conoció la Segunda Guerra Mundial y la lucha contra el nazismo. Mann se vio impelido a ser cronista de la derrota y de ese empeño existencialista tan germano por sobrevivir y acabar escapando a lo peor. Frisch por su parte, siempre sobrevoló a distancia los siniestros aconteceres bélicos y se entregó a la tarea de la reconstrucción desde lo literario. Sin abandonar la intención política en ocasiones, pero enfocándose más en la narración per se.

Quizás tenga que ver que la literatura de Frisch es la de un tipo ya maduro. La mayor parte de su obra es bastante posterior al final de la guerra en el 45. El escritor que llevaba dentro entre los 30 y los 40 pudo acopiar vivencias de juventud entre horrores ideológicos y bélicos, pero apenas trasladó las posibles impresiones directamente a su literatura.

Curiosas diferencias en dos de los grandes escritores alemanes del siglo XX. Riqueza creativa para acompasar días grises, sino negros. Con su patria común, Alemania, siempre en el centro de Europa. No solo desde el simple punto de vista geográfico sino como algo más neurálgico de una Europa en necesitada evolución para salir de espirales de violencia nacionalista.

Pero quizás haya extendido la comparación entre ambos escritores demasiado. Porque como digo Frisch es bien distinto, su narrativa es otra cosa. En sus novelas sobre todo encontramos una intención existencialista, cargada de filosofía y humanismo. Pero siempre equilibrando la balanza como solo los grandes saben hacer, con acciones vivas, entretenidas.

Top 3 novelas recomendadas de Max Frisch

Montauk

Escribir sobre el escritor y la dedicación a la escritura es una maravillosa acción envolvente que si se sabe llevar, como es este caso, nos asoma a cielos y abismos de la creación no solo literaria sino artística y vital en general.

Primavera de 1974. Un escritor famoso, inspirado en el propio autor, se encuentra en Estados Unidos realizando una gira promocional acompañado de Lynn, una joven empleada de la editorial. En el transcurso de estos días inician una relación muy especial y, antes de que él regrese a Europa, deciden pasar un fin de semana juntos en Montauk, una recóndita ciudad de Long Island.

El tiempo que pasa con Lynn despierta en el escritor recuerdos que habían sido relegados y aviva viejas reflexiones sobre el éxito, la vida, la muerte, el amor, sus libros y sobre cómo se ha preocupado una y otra vez de las mismas cuestiones. Montauk constituye un legado estético en el que el mismo autor se pregunta acerca del sentido de su obra.

Montauk

No soy Stiller

Uno de los argumentos recurrentes en las novelas de suspense es aquello de la amnesia, del problema de identidad que bien vale para un espía como para una madre que no encuentra a su hija y a la que nadie cree.

La idea, en manos de un intelectual cobra mayor significado y de la tensión propia, del thriller en torno al devenir del protagonista de turno, se ciernen dudas mucho más hondas sobre la naturaleza humana, el existir, la percepción de la realidad y toda suerte de planteamientos que abruman y fascinan.

Un hombre que asegura llamarse Mr. White y ser norteamericano es arrestado por las autoridades suizas acusado de ser Herr Stiller, desaparecido en Zurich años atrás. Instado por su abogado defensor, escribe su vida en un diario, mientras asiste, alucinado, a un desfile de testigos de la identidad que niega: la mujer de Stiller, sus amigos, su hermano…

No soy Stiller

El hombre aparece en el holoceno

Que exista Dios cuando deje de haber hombres que puedan imaginarlo o que la bóveda la inventaron los romanos son cosas que conviene recordar, y con mayor insistencia cuando es el hombre solo y senil quien las piensa, enfrentado a la antesala de la muerte, como el anciano señor Geiser.

Aislado del mundo en su casa del cantón de Tesino, a merced del capricho climático y al amparo de sus menguadas fuerzas físicas, ya en declive y hacia el abismo, Geiser enfrenta la soledad más rotunda con la contemplación de los diminutos acontecimientos cotidianos: la regularidad del autobús-correo, las visitas del investigador solar, la sopa Minestrone que hay que calentar, la rubia carnicera, la salamandra de fuego o el viejo gato que ya no caza ratones.

Y para asir el recuerdo de esos fragmentos que componen una vida entera y, en definitiva, los que constituyen el rastro humano en la historia, empapela las paredes con las hojas de un viejo diccionario, que le recuerdan cómo eran los primeros pobladores de los Alpes o cómo se dibuja el segmento áureo: esas cosas que no conviene olvidar.

«El hombre aparece en el Holoceno» representa un brillante pulso literario contra la soledad y la muerte; es un tremendo monólogo interior en el que se constata la repetición de los gestos y el paso inexorable de las horas.

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